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La vejez un buen día va a tocar tu puerta


10 de agosto de 2024

No siempre las cosas que pasan son culpa de alguien. A veces es difícil ver esto, porque estamos educados en la ley de causa y efecto, en la de acción y reacción, pero hay cosas que son mucho más grandes que nuestras intenciones. Esto puede ser una obviedad para cualquiera, pero para mí no lo fue hasta que conocí a Dora y así la siguiente historia que nos remonta a la segunda mitad del 2019.

Matías Rodriguez

María del Carmen Lotierzo manejaba un Corsa gris prestado por su primo para hacer de Uber. La macrisis la había dejado sin trabajo. María del Carmen pasó a buscar a sus dos

hijos por el colegio en Mataderos y pegando la vuelta para ir a Lomas del Mirador, un bondi ochenta y ocho la lleva puesta. La trompa del colectivo impactó de frente destrozando el auto y provocando en María un corte en la cara.

Sangre en el vidrio astillado. Los nenes están bien. Llega la ambulancia y al hospital, una abogada. María se queda sin el auto para trabajar. Su primo hacía un año que no pagaba el seguro. El chofer no la vio, fue un segundo. María le inicia un juicio a la empresa de colectivos. La abogada pide una perito psicóloga para determinar si María y sus hijos tienen estrés post traumático y así poder pedir más plata en el juicio.

Al principio María se niega, porque dice que no es ninguna loca. La abogada la convence y le dice que ve el juicio bastante fácil, mientras se imagina en unas vacaciones con sus dos nenes de once y siete años. Se van a poner contentos después de todo lo que sufrieron su divorcio. En la primera audiencia, la empresa ofrece lo que vale el auto y un poco más. La abogada le dice a María que espere, que pueden pedir mucho más después de los resultados del peritaje.

Comienzan las reuniones de peritaje y todo sale como la abogada esperaba. Todo, excepto que a la perito, la mujer que debía con su informe inclinar la balanza hacia el lado de María —a quién de ahora en más llamaremos Dora—, la internan en un neuropsiquiátrico. Luego vino la pandemia, la feria judicial, todo se hace mucho más lento. El encierro no ayuda a los ánimos de María ni de la abogada, ni mucho menos al de Dora, que luego de salir libre de su internación de siete meses se encuentra con que ahora todos están internados en sus casas. Su psiquiatra le prescribe acompañantes terapéuticos las veinticuatro horas del día, porque ve a Dora muy desmejorada. La medicación, las constantes internacionales y sus setenta años confluyen en un cóctel de invalidez y estado confusional intermitente. Y acá entro yo, como uno de los acompañantes terapéuticos.

La vejez un buen día te va a tocar la puerta si es que ya no lo hizo.

Hay quienes dicen que los aromas, los tiempos y la vida se perciben distintos, hay quienes dicen que ya todo les importa un carajo y hay quienes, como Dora, tienen que enfrentarse a uno de los mayores dramas de la vida: dejar de ser uno mismo.

Cuando era chico, en el jardín, jugaba a que el piso era de lava y uno tenía que subirse a una silla o a la mesa para no perder. A Dora esa lava le va quemando todos los recuerdos de su vida, de su casa. Hasta el sofá, hasta las fotos, hasta la mesa. Cada día, es como si quedara parada en una silla solitaria mientras todo se va arrastrado por la fuerza de la lava y deja la mente de Dora en una triste niebla.

Dora es una paradoja andante. Ella, que ha sido psicóloga, tuvo dieciocho internaciones porque dicen que es bipolar.

Además, tiene problemas neurológicos. Una mujer dedicada a la mente, a quien su cerebro se le está achicando. Y a mí, que soy casi-ateo, esas piruetas del destino, ese humor negro y casual de los hechos, siempre me hicieron dudar.

No sobre el monoteísmo, sino más bien sobre un olimpo de cínicos que, desde arriba, se cagan de risa de nuestras vidas insignificantes.

—¿Vos me desordenaste todos los libros de la otra habitación? Me desconfiguraste toda la computadora y la televisión, vos estás con los que me quieren perjudicar.-

Dora lucha contra su deterioro, en defensa de su libertad. Grita contra mí, otras veces contra el psiquiatra, otras contra sus familiares. Todos se sienten agraviados por el ímpetu de su castigo permanente. Todos menos yo. Y no es que no me canse, que no me agote, pero la verdad que no es su culpa ni la de nadie. A veces el complejo azar de hechos y procesos hace que pasen cosas sin que sea culpa de nadie. Tampoco fue culpa de nadie el choque, ni que el primo no haya pagado el seguro, ni las tristezas y angustias de Dora, ni la falta de vacaciones de los nenes de la abogada, ni el divorcio.

Tuve que enfrentar acusaciones de todo tipo. Después de un terrible proceso de búsqueda en la PC de Dora encontré el informe hecho antes de la internación. Ella tuvo dos horas de magnífica lucidez y lo terminó con las anotaciones de su cuaderno. Después de una tarde de vernos con la burocracia digital de la página de la justicia, pudimos cargar el informe en el expediente. Los dos nos miramos porque sabíamos que la historia que había comenzado con el 2019 como año nefasto que, entre otras cosas, terminó con el trabajo de María y siguió con el choque y con la internación y más tarde la pandemia y esa lava llevándose los recuerdos, tenía un primer punto de inflexión positivo.

Afuera, la primavera comenzaba con los primeros brotes de muchas plantas y, con cierto entusiasmo irracional, Dora, por primera vez, no me culpó por su suerte. Me dejó subir con ella a la silla, lo único que en esa tarde no se había llevado la lava.

Matías Rodriguez

Matías Rodriguez es periodista, colaborador de infoNativa. 

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