30/7/2022
Opinión
La caída de la otra mitad del mundo
En América Latina, tomar distancia del derrumbe estadounidense será primordial, y solo será posible a través de la aceleración de la integración supranacional, con una fuerte participación de los pueblos.

Javier Tolcachier
Publicado el 30 de Julio de 2022

El 9 de noviembre de 1989 el mundo sufría una
sacudida. Caía, con el Muro de Berlín, el telón de la experiencia
soviética y se desgranaba el bloque de naciones que en el Este europeo
habían cultivado, con luces y sombras, un socialismo centralista.
Del lado occidental, el triunfalismo dominaba la escena y se
difundía, en un gigantesco intento de manipulación, un supuesto fin de la
historia y de las ideologías, dando por sentada la victoria definitiva del
capitalismo, bajo la égida de su país insignia, los Estados Unidos de América.
Ya en el estertor de aquel breve espejismo neoliberal, el
pensador humanista Silo se preguntaba: “¿Cómo ocurrirá la caída
en la otra mitad del mundo?”[1]
Esa caída está ocurriendo ahora.
La rivalidad de los contrincantes
Con signo distinto, pero con herramientas similares, China
disputa hoy en todas las esferas la preeminencia que tuvo Estados Unidos
durante el siglo pasado. El gigante oriental aprovecha su potencia demográfica
-virtud y a la vez preocupación principal- para ascender al podio de los
indicadores socioeconómicos a nivel mundial.
Si bien su producto bruto interno sitúa a la potencia
norteamericana todavía en lo más alto de la escala, con más de 19 billones de
dólares frente a los 14.7 billones de China, el nivel de las exportaciones
de la potencia oriental ya duplica en 2021 el de los primeros.[2] De este modo,
mientras la balanza comercial del país asiático muestra un superávit de 572 mil
millones, la de su adversario occidental exhibe un aplastante déficit de casi 1
billón (en la notación en español, millón de millones).
Otro tanto sucede con la deuda, que en el caso
estadounidense asciende a un 134% del PIB (2020), mientras que la de China
comporta un 68%, a pesar de su inversión sostenida.
Significativo es también el avance chino en la
producción energética. A pesar de la elevación en su consumo general (un 50%
más que el de EEUU), China exporta en este rubro el doble e importa más de 10
veces menos.[3]
Más allá de las cifras económicas, es imponente el
avance chino en el aspecto de la mejora socioeconómica de su población. Según
los datos del sitio consultado, el riesgo de ser pobre en aquel país ha
descendido desde el año 2000 de un 50 a un 0%. Mientras tanto, en EEUU ese
porcentaje ha oscilado en los últimos veinte años entre un 11 y un 15% de la
población. Es decir que, con una población cuatro veces menor, más de un
estadounidense de cada diez se encuentra con severas dificultades en su
supervivencia, lo que es una muestra evidente de decadencia sistémica.
Otro indicador del declive del modelo otrora dominante, es la
violencia física extendida y el temor que sufren los habitantes de los Estados
Unidos, donde a diario suceden un promedio de 45 asesinatos. Por otra parte,
constituyendo menos del 5 por ciento de la población mundial, tiene casi la
cuarta parte de los presos del mundo, exhibiendo así una mezcla explosiva de
criminalidad y represión legalizada. China supera ligeramente a EEUU en
términos absolutos en la cantidad de reclusos (unos 2 millones y medio de
presos), pero en razón de su volumen de población la proporción de personas
encarceladas es de 170 frente a los 670 por cada cien mil del país del Norte.
El espacio avasallado
Más allá de estas breves comparaciones casi escolares, la
sombra del declive de la otrora potencia hegemónica, se extiende sobre los
espacios que logró o pretendió convertir en vasallos. El llamado “hemisferio
occidental” en la jerga de la política exterior estadounidense, se encuentra
sumido en una severa crisis, que tiene a la inflación, el endeudamiento,
las desigualdades y la miseria como principales componentes.
Así, en estos territorios situados en Europa,
Latinoamérica y el Caribe, blanco del proyecto neocolonial, abundan las
revueltas populares contra el alineamiento impuesto por la política
imperial y las legiones de la OTAN.
Mientras los pueblos de Europa, con mayor o menor conciencia
de sus causas, se alzan contra la situación producida por el status de
ocupación de la posguerra –que en su momento supuso cierto bienestar y
estabilidad, cuestiones centrales para el mandato cultural de sus componentes
nórdicos–, sus débiles gobernantes continúan siendo portavoces de rendir
tributo a un mundo que ya no existe.
Huelgas en el Reino Unido, Francia, Alemania y Bélgica, la
paralización de vuelos a comienzos de la temporada estival, las protestas de
agricultores en Holanda o de los trabajadores de la sanidad en Grecia, masivas
manifestaciones en Bulgaria, Macedonia del Norte e Italia, se enhebran en un
collar de malestar antigubernamental creciente, cobrándose renuncias como
las de Mario Draghi, Boris Johnson o la primera ministra de Estonia Kaja
Kallas. Asimismo el impetuoso avance de la France Insoumise liderada por
Melenchon, pero también el crecimiento de la extrema derecha de
Marine Le Pen en las últimas elecciones parlamentarias de Francia, signadas
además por un alto abstencionismo, muestran el humor político
anti-establecimiento que campea en tierras europeas.
El conflicto bélico en Ucrania, producido por la
insistencia militarista estadounidense de expandir las fronteras bajo su
dominio y evitar que Europa se incline cada vez más hacia el Oriente, no ha
hecho sino agudizar la situación, cuyos factores estructurales habían sido ya
empeorados por la pandemia del Covid-19.
Por otra parte, los bancos y los fondos de inversiones de
todo el mundo se preparan para un recrudecimiento sin precedentes de los
disturbios civiles en Estados Unidos, Reino Unido y Europa, ya que la subida de
los precios de la energía y los alimentos eleva el coste de la vida a niveles
astronómicos, dice Nafeez Ahmed, citando en condición de anonimidad a un alto
ejecutivo de Wall Street.
Las mismas señales de rebelión surcan el frente
latinoamericano y caribeño. La movilización social en Panamá, Ecuador,
Colombia o Chile, países atravesados por la insensibilidad social del
neoliberalismo como política de Estado, dan clara muestra de ello. De este
modo, la breve revancha del capital luego de la ola de gobiernos progresistas
en la primera década del siglo XXII, trajo nuevamente consigo el hastío
popular.
Sin embargo, el marco de crisis sistémica cobra muy caro los
errores a los nuevos gobiernos emergentes, que de no abrirse a nuevos rumbos,
sufren el azote de anclarse, voluntaria o involuntariamente, al poder
establecido generando finalmente la desazón popular en lugares que
generaron esperanza como Argentina o Perú.
En esta región, el desalineamiento del derrumbe
estadounidense es primordial y parece ser solo posible a través de la
aceleración de la integración supranacional con fuerte participación
de los pueblos.
La implosión imperial
Tal como sucede con diversas enfermedades derivadas de un
crecimiento desproporcionado, los imperios, pretendidos o consolidados, suelen
caer por su propio peso. La dificultad de mantener el orden en territorios cada
vez más distantes, el desmedido costo de aprovisionar y sostener su poder
militar, las reyertas de poder en su interior y la falta de adaptación al
advenimiento de ideas y prácticas superadoras, son algunas de las causas
frecuentes del desmembramiento de imperios que en su momento parecían
invencibles.
Pero previo a ser superados por potencias adversarias,
sus centros se derrumban por implosión.
Tal es el caso de los EEUU, país que sostuvo una
política expansionista en términos militares, económicos, diplomáticos y
culturales desde su misma creación. Hoy la entropía hace estragos en su propio
territorio y a pesar de la persistencia en exportar sus esquemas violentos a
través de la cinematografía y la tecnología digital, hace ya tiempo que dejó de
ser un modelo a imitar. La muerte que sus legiones llevaron a todo el
planeta, se ensaña hoy en sus calles y escuelas con su propia población.
La glorificación supremacista continúa, hoy como ayer,
segregando a negros y latinos, cuya proporción poblacional es cada vez mayor,
sobre todo en el segmento joven y más vapuleado por la desocupación y la
precarización. Según el Censo 2020, 53% de los menores de 18 años residentes en
el país, manifestaron ser de un origen diferente al blanco-anglosajón. En
estados como California, Nuevo México, Nevada, Texas, Maryland y Hawái y, por
supuesto, en el territorio colonizado de Puerto Rico, los blancos no hispanos
ya están en minoría.
A su vez, los guarismos del mismo censo revelan que, a pesar
del crecimiento poblacional de un 7.35% entre 2010 y 2020 (de 308,7 millones a
331,4 millones), hubo una disminución poblacional en los condados del interior
y un aumento en las grandes ciudades.
En este transcurso a una nación multirracial, más diversa,
menos rural y más metropolitana, es comprensible la aparición de rémoras
como el trumpismo, encontrando seguidores entre los nostálgicos de un pasado
cada vez más inexistente.
Esta resistencia a las nuevas realidades, junto a las
carencias en la contención sanitaria y educacional, falta de horizonte laboral,
vacío existencial, adicciones, criminalidad extendida y armamentismo interno,
configuran una explosiva mezcla, que podría desbordar hacia una nueva
guerra civil.
Las contradicciones se exacerban. Al mismo tiempo que un
importante sector de la población hace resonar alto y claro que “las vidas
negras importan” o proclamas con contenido feminista, proliferan las
milicias armadas ultranacionalistas y la infiltración de la ideología de
extrema derecha en la policía. Mientras tanto, la Corte Suprema elimina el
derecho constitucional al aborto y uno de sus jueces, Clarence Thomas, pide
revisar el fallo que consagró el derecho al matrimonio homosexual y a obtener
métodos anticonceptivos, en una clara cruzada conservadora que alienta a
quienes promueven el discurso del retroceso.
El sistema político estadounidense, cooptado hasta la médula
por la corrupción empresarial, ya no cuenta con el respaldo mayoritario de la
población. El asalto al Capitolio y el desconocimiento de Trump de su
derrota electoral no hacen sino enardecer a un amplio sector que ya reniega del
barco hundido de una democracia inexistente.
La superación de lo viejo por lo nuevo
Hay quienes, con fe bienintencionada pero finalmente
ingenua, son impulsados a creer en la inexorabilidad de futuribles producidos
por fuerzas mecánicas. Con ello, no hacen sino debilitar, al menos en lo
conceptual, la potencia agente de la intencionalidad de los conjuntos humanos
en el desarrollo de la historia y muchos de ellos, a restarse de toda acción
que contribuya a la conformación de nuevos modelos de relación y organización
social, dando por supuesto que ello se producirá de cualquier modo.
Aplicando un enfoque humanista, debe afirmarse que no
existen tales determinismos sino condiciones de posibilidad y oportunidad.
Desde esta mirada, señala Silo, es preciso distinguir entre proceso
revolucionario como “un conjunto de condiciones mecánicas generadas en el desarrollo
del sistema”, y dirección revolucionaria, cuya “orientación en cuestión depende
de la intención humana y escapa a la determinación de las condiciones que
origina el sistema”.[4]
Así fue como los movimientos emancipadores de las Américas,
portadores de los fuegos de libertad que los vientos de la ilustración habían
derramado en sus conciencias más destacadas, aprovecharon los conflictos
entre las potencias europeas para abrirse camino hacia su independencia.
Así ocurrió también unos años después de finalizada la
guerra en 1945, cuando muchos pueblos del África y del Asia, luego de difíciles
e inacabados procesos de unidad, vieron llegada la posibilidad de recuperar
cierto grado de autonomía, alumbrando identidades nacionales.
La caída de “la otra mitad del mundo” y la esperanza viva de
otro mundo posible en el que quepan muchos mundos, representan hoy una fuerte
ventana de oportunidad para la superación de lo viejo por algo
sustancialmente nuevo.
En este interregno, los “monstruos”[5] son indicadores de las
resistencias a la transformación, no solo externas sino también de los pueblos,
que se debaten entre la necesidad de cambio y viejos errores, entre la
incertidumbre vital que atrae como un imán a antiguos dogmas y la necesidad de
nuevos horizontes.
El nuevo mundo tendrá entonces que asumir un paradigma de
transformación incluyente sobre la base de la esencialidad humana
compartida. Una transformación radical que requiere de compromiso
individual y colectivo en la construcción de la nueva realidad, tanto en la
organización social, como en el paisaje interno y en los modos de relación
interpersonal.
Javier Tolcachier es un investigador perteneciente al Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista.
Referencias:
[1]En ocasión de la Inauguración del Parque Latinoamericano,
La Reja, Buenos Aires, 7/5/2005.
[2] Datos de
https://datosmacro.expansion.com/paises/comparar/usa/china
[3] Según el sitio DatosMundial.com
https://www.datosmundial.com/comparacion-pais.php?country1=CHN&country2=USA
[4] Silo. Cartas a mis amigos. Séptima Carta. El proceso
revolucionario y su dirección. Obras Completas vol. I. Editorial Plaza y Janés.
[5] Al decir de Gramsci