10/12/2022
Cultura
Martín Fierro y el desacuerdo argentino
El autor analiza cómo la figura de "El gaucho Martín Fierro", que se publicó el 6 de diciembre de 1872, se convirtió en un emblema nacional.

Ezequiel Adamovsky
Publicado el 10 de Diciembre de 2022

Como obra elegida para representar la
nación, hay que decir que el Martín Fierro desentona. Porque la historia que
propuso Hernández -al menos la primera parte- impugna la legitimidad de la
ley y del Estado, presentadas como esencialmente injustas.
No es una obra que presente la visión feliz
de una comunidad que progresa: tematiza más bien las amenazas que representan
el progreso y el Estado para la comunidad. Como tal, es más rica en
potencialidades disidentes que en invitaciones a la concordia.
Jorge Luis Borges no se cansó de
advertirlo. En 1974, turbado por el regreso del peronismo al poder y por
la vena revisionista que acompañó la época, el escritor percibió con claridad
que había una conexión secreta entre ese presente y la literatura de gauchos
rebeldes que fue furor a fines del siglo XIX y de la que el Martín Fierro formó
parte.
Desde hacía unos años Borges venía
insistiendo con la idea de que había sido una calamidad para la Argentina que
el Martín Fierro hubiese resultado elegido como el gran libro nacional, en
lugar del Facundo de Sarmiento, en su opinión mucho más propicio para un país
que quisiera ser civilizado.
Como si Leopoldo Lugones, al proponer en
1913 a un gaucho matrero como arquetipo de la nación, hubiese hecho lugar
inadvertidamente a la barbarie que Sarmiento había conjurado, desencadenando
consecuencias políticas constatables décadas más tarde. En su juventud, el
poema de Hernández y el imaginario gauchesco le habían resultado más que
atractivos. Pero la irrupción del peronismo había modificado su visión: para
Borges estaba claro que el culto al gaucho conectaba con una narrativa
revisionista y con una cosmovisión antiliberal.
Por supuesto, Borges opinaba desde su
propia posición política (y el Facundo, dicho sea de paso, tampoco es una buena
invitación a la concordia nacional). Pero en algo podemos estar de acuerdo
con él: el del gaucho es un emblema imposible. O, mejor dicho, no funciona como
emblema de unidad, sino más bien de desunión. Síntoma de ello es su enorme
ambivalencia política.
Los primeros en utilizar políticamente al
Martín Fierro fueron los anarquistas, que vieron en él una figura antiestatal y
de lucha de clases. Precisamente lo opuesto a lo que quiso ver Leopoldo
Lugones, que esperaba convertir al poema de Hernández en piedra angular de un
culto nacionalista y autoritario.
Durante el siglo XX la voz y la figura del
gaucho fueron usadas para llamar a la obediencia tanto como a la
subversión, al orden patriarcal tanto como a la rebeldía, a la identificación
con las clases altas tanto como a la lucha contra ellas. A través de las
historias de matreros se invitó a despreciar a los indígenas tanto como a
asumir su defensa contra el gringo y se postuló una Argentina de origen
exclusivamente hispánico tanto como una mestiza y morena. Y finalmente, la
figura del gaucho pudo acoplarse bien a las narrativas históricas que propuso
el nacionalismo liberal (por caso, cuando se lo exaltó como hueste de San
Martín o de Güemes) pero también supo impugnarlas profundamente, cuando animó
visiones revisionistas y "montoneras".
En fin, más que algún consenso supuesto
acerca de qué somos o debiéramos ser los argentinos, el emblema gaucho
encapsula nuestros desacuerdos y enfrentamientos políticos, de clase,
étnicos y raciales.
Ezequiel Adamovsky, historiador e investigador del CONICET y autor de "El
gaucho indómito".